Por Jesus Puentes Estrada
¡Ah que caray! Qué duro es despertar un sábado con la esperanza de ser atendido por un especialista médico del IMSS, sólo para encontrarse con la amarga realidad: las 10:30 a.m. y ni señales del tan esperado doctor. No es una anécdota aislada, es una postal cotidiana del sistema de salud pública en México. Un sistema que, aunque en teoría está diseñado para servir al pueblo, en la práctica se muestra insensible, lento y profundamente deshumanizado.
Nos vendieron la idea de que abrir consultas los fines de semana sería un gran paso hacia un mejor acceso a la salud. Pero ¿de qué sirve ampliar horarios si el personal no llega, si los pacientes son tratados como números y si la atención médica se convierte en un acto de resistencia, tanto para quien la da como para quien la necesita?
Y es que la pregunta es inevitable: ¿A quién recurrir cuando el “especialista” no aparece? ¿Quién responde por las horas perdidas, el dolor prolongado, la incertidumbre acumulada? ¿A quién se reporta un sistema que ha normalizado el desdén como forma de operar?
Quizá parte del problema radica en esa cultura que tristemente hemos adoptado: la de aceptar lo deficiente como inevitable. Acudimos a clínicas donde el desinterés es palpable, como si la salud pública fuera una limosna y no un derecho. ¿Será esto reflejo de nuestra pobreza, no solo económica, sino institucional y moral?
No basta con abrir puertas los fines de semana. Se necesita voluntad, supervisión, empatía y compromiso. Porque sí, alguien —o varios— tienen la responsabilidad de que esto no sea así. Porque sí, México merece más que servicios de tercera. Merecemos médicos motivados, pacientes dignificados y un sistema de salud que nos vea como lo que somos: ciudadanos, personas, seres humanos.