Imagen principal: La candidata a Ministra Lenia Batres junto a Andrés Manuel López Obrador
Por: Agustín del Castillo
30 de mayo de 2025.-Algo nos debería decir a los mexicanos de a pie el llamado cada vez más ruidoso y continuo, lleno de argumentos más o menos espurios, con que los voceros oficiales y oficiosos del régimen están buscando convencer, incluso a los opositores y críticos de la Autocracia del Bienestar, sobre la necesidad de su participación en la delirante jornada electoral de este domingo 1 de junio, para elegir jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
La historia de este proceso sería envidia de genios del caos, la anomia y la llana arbitrariedad como Lewis Carrol o Franz Kafka; la nota de que esos voceros, y algunos articulistas de buena fe, nos dicen que estamos ante la oportunidad de plantar cara al régimen que ha decidido destruir la autonomía de ese poder, no es elemento menor de un argumento digno de Alicia en el país de las maravillas o El proceso, lo que nos lleva, más que a risas, a duda, desconcierto y ansiedad.
La preocupación por la eventual baja participación ciudadana, hace inevitable recordar cómo la oposición leal de tantas décadas, encabezada por el PAN, decidió no participar en las elecciones de 1976 de las que salió avante, como candidato único, José López Portillo. Ese vacío fue potente. El presidente y su principal colaborador, Jesús Reyes Heroles, recibieron el mensaje y se empeñaron en la primera legislación que se puede señalar como parte de la transición a la democracia real, que nos dio, entre otras cosas, la representación proporcional en el legislativo, que es el siguiente paso en el proceso autoritario que retornó con la presidencia de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024).
El tabasqueño, no en balde, refería como modelo y tiempo máximo de prosperidad nacional al gobierno de Adolfo López Mateos, el mexiquense que se calificó “de extrema izquierda dentro de la constitución”, y que además de sentidos discursos sobre la justicia social, persiguió con puntual precisión quirúrgica a disidentes.

Ese México de López Mateos, con fronteras cerradas, con fuerte mercado interno (ni modo de no comprarle a alguien), con amplísima inversión pública en infraestructura para incentivar la industrialización en un esquema en que los grandes empresarios hacían grandes negocios en un mervcado capturado, pero el precio era su subordinación al presidente (capitalismo de cuates, dicen en mi barrio) y una pobreza que se ocultaba, a menos que sirviera para legitimar la calidad revolucionaria del régimen en su lucha cotidiana contra las fuerzas de la oscuridad (éramos mucho más pobres que ahora, pero los pobres solo servían para validar el aparato del poder… ¿como ahora?), tenía un poder judicial subordinado.
Había, naturalmente, grandes estudiosos del derecho que de tiempo en tiempo reclamaban el retorno de la bases del liberalismo (el real, no el de AMLO), con un poder judicial fuerte y autónomo que hace valer al individuo y a la sociedad frente al poder de ese Leviatán más o menos bonachón, si complaces más o menos sus caprichos, que fue el régimen veteropriista, entre el maximato callista y el colapso salinista (1929-1994).
Coexistiendo con algunas temibles dictaduras del siglo XX, nuestro priismo parecía casi inocuo. Era escrupuloso en darse una sólida base electoral como forma de legitimarse, y en ese sentido, fue una avanzada para el populismo contemporáneo.
Hoy, hasta las viejas dictaduras como la cubana, la joven y rápidamente degradada de Venezuela, y todos los regímenes autocráticos del planeta, son herederos de ese modelo de simulación democrática. Hay que subrayarlo: es el mayor lastre que nos heredó, en un mundo donde la verdad, o depende de partidos y subjetividades, o no existe.
Bajo esa premisa, es más que lógico que a los dueños de la Autocracia del Bienestar les preocupe el único modo en que los populismos se saben vender como legítimos: ser votados. La política da el poder a quienes ganan por popularidad. Y los juzgadores -razonan- son a final de cuentas políticos, y deben ser votados.
La ley no es una piedra inconmovible sino un relato que debe tener al menos la activa participación de las mayorías, no como corresponsables en dar vida al Estado de derecho (ese prejuicio de las democracias burguesas, afirman) sino como moldeadores de la realidad, incluso a costa de los derechos de quienes disienten (de un plumazo borramos la tradición de los derechos humanos, esa trampa pequeño burguesa que impide el poder total a la verdadera representación de la democracia: la dictadura de la mayoría).

MÍSTICOS DEL VOTO
Sin voto no hay legitimidad, pues. Uno pensaría que esa formidable red clientelar creada por López Obrador con dinero público, para perpetuar el poder de su facción, tendría que funcionar. Pero la verdad es que los términos de la elección son tan desconcertantes y la ignorancia sobre los candidatos es tan grande, que incluso muchos de los millones de beneficiarios del bienestar, podrían simplemente no ir, aunque Pablo Gómez, en afrenta a su propia lucha democrática de seis décadas contra el Ogro Filantrópico (Octavio Paz dixit), amenace con sanción a quienes no votan, y peor aun, a quienes promueven no votar.
No es necesario repetir aquí argumentos tan amplios y sólidos que se han dado para desconfiar de esta elección: jueces, magistrados y ministros que deben interpretar la ley sin concesiones, sujetos a concurso de popularidad y expuestos al apoyo de poderes fácticos o formales ajenos. Algo que incluso algunos integrantes de la Autocracia del Bienestar no ven con buenos ojos.
Es una paradoja que se aspire al poder total, pero se conforme con usar a los administradores de justicia para sacar adelante sin conflicto los expedientes a los que la construcción de la autocracia da prioridad. Los otros asuntos se dejarán al libre flujo de los poderes alternos que harán su festín, pues poderoso caballero es don dinero (Francisco de Quevedo).
Pero tampoco es tan sorprendente: este régimen ha demostrado que puede controlar a todo el Estado a la vez que lo debilita, y puede compartir algunos espacios con actores siempre que sean “nacionalistas” y “comprometidos” de acuerdo a su definición. La entrega de amplísimos territorios al narco es una consecuencia de esta visión, por otro lado, nada novedosa (la experiencia venezolana como soberanía criminal es un referente inevitable).

Una característica del pensamiento populista es su tendencia a desacreditar cualquier crítica por vía del ad hominem. Esto ya parece la corte del rey Minos a la entrada del infierno: parece que conocen hasta la más profunda intimidad los pecados de todos los opositores, y además, creen que de ese modo desacreditan cualquier argumento crítico.
Hay una convergencia clara con el modo en que otros autoritarismos en América Latina y en el resto del mundo se han apropiado de las instituciones públicas. La pretensión de monopolio de la verdad es un monopolio de la moral, muy redituable en términos políticos. Aunque los puros de hoy estén haciendo los mismos negocios que denuncian de sus enemigos, no solamente cuentan con la bendición del pontifex maximus de Macuspana, sino que al destruir las herramientas de rendición de cuentas y transparencia, aspiran a la total impunidad.
Si hubo “fraudes patrióticos”, como dijo Manuel Bartlett a propósito de Chihuahua (1986), también debe haber corrupción patriótica. A la luz de ese dato, el paso de dar golpe de estado a la autonomía del poder judicial no es inocente. Es una garantía plena de impunidad que la contestataria institución que encabezó hasta hoy la ministra Norma Piña, no les podía garantizar.
Sin duda hay muchas personas apreciables y profesionales entre quienes decidieron aprovechar la coyuntura y hacerse candidatos a los cientos de cargos que están disponibles y que ningún elector conoce a plenitud. Algún columnista ha sugerido que si se tiene temor a la apropiación del poder por parte del morenismo, los sensato es votar, como si realmente se pudiera sacar una posibilidad de contrapesos con un voto en este ejercicio delirante.
La verdad es que no. No estamos ante la clásica elección en que hay un candidato A que hizo campaña y que se enfrenta a un candidato B que también hizo campaña. Realmente estamos ante cientos de perfiles desconocidos que no tuvieron ni recursos ni posibilidades en su mayor parte de hacer alguna campaña, pero que además, en buena lid, no hubieran podido ofrecer algo más que aplicar el estado de derecho con rigor y seriedad. La justicia no es un tema de popularidad ni de prometer bonos al pueblo. Los que juzgan no pueden estar sujetos a esos vaivenes porque se expone de este modo el debido proceso y la objetividad de las sentencias, que son el alma de cualquier instancia judicial. Si la cosa fuera seria.

Así, estamos entrando en un terreno inédito y altamente peligroso. Evidentemente, los morenistas más lúcidos lo reconocen, pero no darán marcha atrás porque en el fondo ese caos que se viene les dará el poder completo. Vale aclarar que cuando nos referimos al viejo PRI, muchos piensan que era un estado autoritario que se imponía sobre todo. Y no puede ser más equivocada esa percepción. En realidad era un estado mostrenco y débil donde todo estaba expuesto la negociación política. La justicia y la ley, por supuesto.
Lo que el movimiento Lópezobradorista ha traído a México es el regreso del tráfico de influencias de los políticos. Durante la transición democrática fueron cada vez menos operantes las influencias del regidor, del diputado o del gobernador. Hoy vuelven a ejercerse a plenitud, y el poder judicial ya no será un estorbo.
¿Cual es el balance de 30 años de independencia judicial a nivel federal, tras la reforma zedillista (autoritaria en formas, como todo lo que se hacía en el México viejo; pero emancipadora en los hechos, pues no fue necesario imponer nuevos cambios para que los administradores de justicia se autorregularan, que era el propósito)?
Hubo de todo porque un país de 130 millones de habitantes es necesariamente complejo y está integrado por hombres falibles o que pueden ser estimulados por las tentaciones del poder. La única respuesta plausible que se ha inventado en 250 años de coexistencia entre derechos humanos y democracia en el mundo son instituciones cada vez más sólidas que se contrapesan entre sí, que consolidan su profesionalización y que viven bajo la amenaza constante que implica ser vigiladas por otro poder autónomo.
Eso era ya el Poder Judicial Federal en muchos sentidos, aunque no el de los estados (donde los gobernadores han seguido fungiendo como caciques judiciales y las reformas casi siempre fueron decorativas). Y si bien permanecían ciertas aberraciones como el famoso control de los nombramientos judiciales sujeto a la pertenencia a familias y grupos de poder, o las multimillonarias prestaciones, desactivarlo pasaba por fortalecer los órganos de vigilancia y darle más participación a la sociedad. No la pavorosa destrucción que ha ocasionado algo que está lejos de ser solamente un capricho de un presidente que nunca consideró como evolución positiva la transición o la democracia y la modernización de México a partir de los años 90. Es parte del libreto de todo autoritarismo.
Por ello, antes de preguntarnos si debemos participar o no en la elección de este domingo, tenemos que preguntarnos si en realidad tiene algún sentido esa misma elección. Y de esa primera pregunta tienen que nacer las conclusiones. El régimen autoritario ya se apoderó de las instancias que necesitaba para garantizar su impunidad y su reproducción ad nauseam. Este era el paso final tras la captura del INE y la destrucción de las autonomías.

LA PARADOJA DE LA IZQUIERDA EN EL PODER
Los defensores de este régimen que se asumen como presuntos izquierdistas, luchadores por los derechos, tendrán que caer en algún momento en la cuenta de que lo único que han hecho estos años es legitimar un gobierno de profundas raíces priistas, contra las que lucharon durante décadas. Los hechos son muy claros aunque haya matices, no olvidemos que toda autocracia que se respete tiene altos índices de votación.
Uno de los problemas en el análisis de la realidad mexicana es que no queremos llamarle a las cosas por su nombre. Y vivimos en un régimen autoritario, lo acepten o no. Esto significa que no tenemos garantías de que cada voto será contado y de que los derechos de las minorías serán respetados. Y si reparamos en el mostrenco proceso de este domingo, deberíamos reconocer que debatir sobre si es de izquierda o de derecha la emergencia de esta nueva realidad, es irrelevante. También se manejan planteamientos en el terreno de lo hipotético cuando en realidad, el golpe jurídicamente ya fue consumado.

Parecen olvidar que las autonomías no son buenas porque la mayoría de la gente las prefiera. Son buenas porque marcan un derrotero de transparencia y rendición de cuentas y porque contraponen los excesos naturales que pueden darse entre los poderes. También olvidan que siempre sera necesario, no solo deseable, que los tres poderes no respondan al mismo dueño, para hablarlo llanamente. Y el México de la Cuarta Transformación ya lo hace. “El poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”, dice la vieja conseja de Lord Acton.
El llamado a resignarse y votar, así, es similar a pedirle a un concursante que tenga espíritu deportivo y que acepte jugar el partido aunque de entrada vaya perdiendo 2 a 0. O pedirle que participe en un juego de azar -la metáfora es perfecta- cuando están los dados cargados o las cartas marcadas. No puedes ganar, y dudo que el croupier o la misma casa se conmuevan con tu audacia -valiente, o inane, o estúpida- al desafiar a un sistema en el que estás de antemano condenado.
